jueves, 13 de marzo de 2008

Una "pequeña pedagogía" transversal en la escuela primaria

José María Rozada Martínez
C.P. de Villar Pando y Dto. de CC.EE. de la Universidad de Oviedo

Texto publicado en LÓPEZ, Carlos. (coord.): Salud y ciudadanía. Teoría y práctica de innovación. Centro de Profesorado y Recursos de Gijón, Asturias, 2008, 316 páginas. ISBN 978-84-691-0960-1.

El presente artículo fue entegado a los alumnos como lectura síntesis de lo que se va a plantear durante el cuatrimestre, dado que su estructura y contenido viene a coincidir con el programa de la asignatura.




Aclaración previa.

La transversalidad, así denominada, ha desaparecido del marco legislativo actual. Ya no se enumeran una serie de temáticas cuya enseñanza deba programarse cruzándolas con las áreas del currículo. En este sentido, fuera de la nueva asignatura de Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, el tratamiento de aquellos temas transversales que en su día entraron en los programas, más que nada como expresión de lo políticamente correcto, se ha diluido. Tanto mejor para lo que aquí voy a defender.

En los nuevos programas que se irán implantando progresivamente a partir de la LOE, puede entenderse lo transversal como aquello que se propugna para ser trabajado en todas las áreas. Donde esto se expresa más claramente es en el artículo 19.2 de la LOE, referido a los principios pedagógicos que habrán de seguirse en la educación primaria: “Sin perjuicio de su tratamiento específico en algunas de las áreas de la etapa, la comprensión lectora, la expresión oral y escrita, la comunicación audiovisual, las tecnologías de la información y la comunicación y la educación en valores se trabajarán en todas las áreas.”[1] De todo este conjunto de enseñanzas, al hablar de transversalidad, aquí me refiero solamente a lo relativo a la educación en valores.


Una perspectiva autobiográfica.

Abordaré esta cuestión desde un enfoque autobiográfico, no porque inmodestamente suponga que conviene a todos que les hable de mi mismo, sino más bien porque, modestamente, no puedo hacer otra cosa. En recientes intervenciones, posteriormente publicadas, he expuesto la idea de que la relación entre teoría y práctica que se establece en la enseñanza a la escala de un docente concreto que se ocupa de enseñar y de saber acerca de los múltiples aspectos que presenta dicha tarea, obviamente, tiene un carácter biográfico; y he defendido que dichas creaciones teórico-prácticas debieran ser reconocidas como “pequeñas pedagogías”, en primer lugar, por los profesores mismos, empleándose en ellas como medio para mejorar su profesionalidad bajo una perspectiva amplia (que se nutre de numerosas fuentes) y procesual (que no tiene punto final de llegada sino que siempre está en curso).

En las aulas nunca han tenido cabida las “grandes pedagogías” difundidas como tales en el ámbito académico, como tampoco llegan nunca a introducirse del todo las disposiciones administrativas, en particular las relativas al qué y al cómo enseñar, sino que lo que en ellas habita es siempre una peculiar combinación de pensamiento y acción que se concreta y se resuelve en el nivel de cada docencia particular. No puedo, pues, sino “contar mi vida”, al abordar un tema como éste, que por el hecho de referirse a una teoría y una práctica concretas, no se aborda en el nivel de la reflexión filosófica, social o política general, sino en el nivel teórico-práctico de una pequeña pedagogía particular. Otra cosa es que al explicar mis posiciones de pensamiento y mis decisiones de acción haga referencia a planteamientos y contextos más generales.

Por si algún lector se apresurara a sospechar que este enfoque no sea otra cosa que un episodio más de la reclusión individualista posterior a la renuncia a participar colectivamente en la pugna por llevar adelante cambios estructurales, me apresuraré también, por mi parte, a darle la razón, a la vez que a introducir algún matiz que ayude a situar mejor la posición de quien escribe.

Mi defensa de lo biográfico se refiere exclusivamente al nivel de lo que un docente puede decir acerca de lo que piensa y lo que hace en su aula, así como de las relaciones que establece entre una cosa y otra, pero eso no señala en absoluto los límites del campo de mis intereses educativos, que llegan hasta las estructuras generales que enmarcan los relatos particulares. Lo que ocurre en este momento, es que habiendo apostado a lo largo de mi vida por cambios estructurales que llevaran a la consolidación de una escuela pública tal y como ésta era entendida por la izquierda de nuestro país hasta más o menos los años ochenta, lo que hoy me parece claro es que esa escuela ya no es posible, abandonada su idea por quienes dicen defenderla pero recaban sus votos entre las clases medias que crecientemente la rechazan, entre otras razones, y cerrando el círculo, como consecuencia de esas políticas que contribuyen a liquidar lo que dicen defender. Lo biográfico, en aquel contexto de defensa de la escuela pública soñada, tenía un sentido antitecnicista y democrático al servicio de lo público. Hoy sigue manteniendo el antitecnicismo, mientras que lo democrático como parte de lo público está tan debilitado como lo está el contexto que debiera potenciarlo. Hay, pues, actualmente, en el enfoque autobiográfico escogido, la resignada reclusión en lo pequeño propia de quien se retira del campo de batalla tras la derrota. Resignación que deriva del realismo, pero que no supone un punto final sino que reconoce el nuevo escenario, y, aceptándolo como un hecho, se dispone a la acción en lo inmediato (que en la enseñanza es el aula y son los alumnos), aunque con sentido incierto.

Por supuesto, como todo lo biográfico, cuanto aquí se diga queda expuesto, por un lado, a su comprensión a partir de las circunstancias particulares en las que se da, y, por otro, a la crítica de sus insuficiencias conceptuales y argumentativas.

Atreverse a criticar el conocimiento escolar.

Todos los maestros hemos tratado siempre de enseñar los contenidos de los programas oficiales y, además, de educar en valores. Cierto que siempre ha habido en dichos programas alguna referencia a estos últimos, pero también lo es que la educación en valores que se lleva a cabo en la escuela no deriva tanto de lo que digan los programas oficiales, como, por un lado, del carácter ineludible de la transmisión de valores que tiene lugar en todo acto de enseñanza, y, por otro, de la arraigada convicción entre los maestros de que hay que educar y no sólo instruir. Ser educador forma parte de la identidad de los maestros como grupo profesional, independientemente del sentido que a esto se le haya dado en cada momento histórico y en cada caso particular.

Sin embargo, esta asumida función (misión, se ha dicho a veces) de educar, no ha dejado de tener siempre sus más y sus menos con la sentida obligación de instruir en todos y cada uno de los contenidos que figuran en los programas o currículos oficiales. En la pugna por hacerse sitio en un tiempo escolar casi siempre vivido como escaso por parte de los maestros, la educación en valores suele llevarse la peor parte. En la mayoría de los casos puede darse por desaparecida si nos referimos a su tratamiento mínimamente sistematizado, al ser incapaz de abrirse un hueco propio entre las Matemáticas, el Lenguaje, el Conocimiento del medio y lo demás. La educación en valores se aborda generalmente de una manera que podríamos denominar transversal-ocasional, es decir, no como desarrollo de una materia concreta del programa, sino traída por los pelos cuando el maestro lo considera procedente. Así que los episodios de educación en valores suelen resultar más bien fugaces, toda vez que la presión ejercida por la necesidad de instruir en poco tiempo y en muchas cosas, suele acabar en un:
- Bueno chicos, vamos dejar esto ya, que tenemos mucho que hacer.

Por lo dicho hasta aquí, pudiera parecer que voy a propugnar la elaboración de programas específicos de educación en valores, capaces de codearse con los de las asignaturas fundamentales de siempre, pero no es así. En primaria, considero que eso que acabo de denominar una manera transversal-ocasional de abordar la cuestión, es adecuada, si bien es necesario superar eso otro que he expresado como un “traerla por los pelos”, y proceder a fortalecerla en su desventajosa pugna con los contenidos de siempre.

Estimo que el primer paso para abrirle camino a una transversalidad que no esté hipotecada por la ansiedad de cumplir con “lo fundamental”, es el de debilitar el peso de lo incuestionable, es decir, de esos contenidos generadores de la prisa que impide a los maestros emplear el tiempo que sea necesario para educar, además de instruir. Un debilitamiento, advirtámoslo cuanto antes, perfectamente compatible con el respeto por el saber. Y no solamente compatible sino en gran medida imprescindible, dado que ese respeto ha de ser enseñado, y ello exige detenerse a observar el conocimiento mismo, a tomar conciencia de él, a “degustarlo”, como dice Adela Cortina refiriéndose a los buenos valores, lo cual requiere superar la mera acumulación y la superficialidad con la que muy frecuentemente es tratado el conocimiento en el ámbito escolar. Es decir, que la educación en valores es imprescindible también para enseñar el valor del conocimiento, luego, hay menos contraposición entre aquélla y éste de lo que se deja ver en algunos debates al respecto, por eso resulta pertinente proponer que la mera instrucción en contenidos le abra un hueco, no ya generoso sino interesado, a la educación en valores.

Considero que el mejor camino para debilitar la presión de los contenidos de los programas oficiales, es el de adentrarse en las críticas que desde diferentes instancias y perspectivas se les han hecho. Ésta es una tarea propia de las pequeñas pedagogías que corresponde articular a los maestros y a los profesores en general. La lectura de los autores que han criticado unos u otros aspectos de los saberes dispuestos para ser enseñados en la escuela, no se propugna aquí para ir detrás de alguno de dichos autores, acaso negando el valor de lo que enseñamos, sino que ha de servir para desarrollar ideas y prácticas hasta cierto punto liberadas de la presión de unos contenidos que para muchos docentes se presentan como inamovibles, bien sea por el peso de la tradición o por el de la lógica burocrática de la Administración. Los saberes que los maestros tienen en sus manos, con ser un tesoro, no son ni incuestionables ni imprescindibles en su totalidad, y no pudiendo eludir la responsabilidad de tomar decisiones en relación con las exigencias de instruir y de educar, lo más sensato es tranquilizarse y juzgar en la práctica acerca de lo que en cada momento resulta más pertinente. Unas veces hay que enseñar la tabla de multiplicar, de memoria, sin más, y otras, aparcarla y hablar de los deberes, pero no solo como ejercicios para hacer en casa, sino como cuestiones morales, aunque sea en clase de matemáticas.

Las fuentes a partir de las cuales he venido a desarrollar la convicción teórica y la disposición práctica de que el tiempo escolar ha de ser esponjoso y no rígido, capaz de asegurarle un sitio digno a la educación en valores, son muy diversas.

Desde la propia pedagogía, lo que la escuela enseña ha sido criticado desde antiguo. Lo que conocemos como Escuela Nueva constituyó un movimiento en muchos aspectos difuso, pero claro y coincidente en las acusaciones de verbalismo, memorismo e irrelevancia para la vida de los alumnos de buena parte de lo que se esforzaban por enseñar los maestros. Y esto, tanto por lo que se refiere a los contenidos en sí mismos, como por la manera de enseñarlos.

Otra buena fuente de críticas al conocimiento escolar que articulan los programas oficiales está en manos del gremio de los psicólogos. Unas veces desde la perspectiva del desarrollo y otras desde algún enfoque general, abundan los trabajos en los que se resalta la inadecuación de los contenidos escolares al potencial de aprendizaje de los niños. Otras veces la psicología nos llama la atención sobre lo alejados de nuestros alumnos que están los contenidos de enseñanza, señalando la necesidad de hacerlos “significativos” mediante su acercamiento a lo que los niños ya saben y, sobre todo, a su mundo de motivaciones. Una crítica ésta que de nuevo viene a potenciar la figura de los maestros como ineludibles tomadores de decisiones tanto de contenido como de método.

No es menor la polémica siempre abierta acerca de si los contenidos de enseñanza deben recoger los conocimientos básicos aportados por las distintas áreas del saber, si más bien lo que se debe enseñar son las estructuras de dichas disciplinas, de modo que se enseñe a los alumnos a ser pequeños e incipientes investigadores, o si el conocimiento escolar debiera tomar formas inter, multi o pluridisciplinares y organizarse para ayudar a explicar los problemas sociales más relevantes.

Por otra parte están aquellas críticas que remiten a la inserción de los saberes, sean estos los que sean, en una estructura escolar que a su vez guarda estrecha relación con la estructura social de cada momento. Se trata de enfoques en general procedentes de la sociología crítica de la escuela, que ponen el acento en las relaciones entre el conocimiento escolar y la reproducción de la estructura de clases de la sociedad capitalista, no interesándose tanto por los conocimientos concretos que se imparten como por su funcionalidad para el mantenimiento del orden social en el que la escuela se inserta.

Desde la perspectiva de la historia del currículum, diversos autores han puesto de manifiesto el carácter sociohistórico del conocimiento cristalizado en asignaturas escolares. Teniendo en cuenta esa raigambre histórica, pero incorporando herramientas conceptuales procedentes del pensamiento de autores como Nietszche o Foucault, en la actualidad está vigente, y puede que en auge, una crítica radical del conocimiento escolar. Se ha destacado que éste es un destilado de la propia escuela, resultado de una especie de alquimia, dado que no simplemente se traslada desde el contexto académico donde se produce al contexto escolar donde se enseña, sino que al entrar en la escuela se transforma en un producto específico de y para la misma.

Por fin, desde las pedagogías que cabe agrupar bajo la rúbrica "postestructuralista", el conocimiento escolar ha pasado a valorarse a partir de cada uno de los múltiples enfoques (cultural, feminista, queer, postcolonialista, etc.) que han ido surgiendo al amparo de dicha cobertura.

Lo dicho hasta aquí no es más que una somera referencia a las críticas vertidas sobre el conocimiento escolar. Como he dicho, acercarse a ellas creo que permitirá a los maestros distanciarse de cualquier actitud reverencial hacia los programas oficiales, y eso favorecerá la apertura de puertas más amplias que abran paso a una educación transversal que les permita hacer algo que, por otra parte, siempre han hecho, aunque, como he dicho, de manera un tanto tangencial, que es procurar formar a sus alumnos como buenos ciudadanos; sin embargo, eso no quiere decir, insisto, que por ello se haya de poner en cuestión el valor del conocimiento académico en la formación de las personas. No tendría sentido que un maestro se propusiera la formación de sus alumnos menospreciando aquello que le ha formado a él. A mi modo de ver, de lo que se trata es de articular dicho conocimiento sin miedo a quebrantar unas tradiciones escolares presuntamente inamovibles e intocables, o constreñidos por querer seguir al pie de la letra las disposiciones de orden administrativo. Unas disposiciones que, como bien nos enseña la teoría de la organización escolar, en absoluto están hechas para ser estrictamente cumplidas, sino que tienen una función política y social que queda satisfecha sólo por el mero hecho de ser enunciadas, al actuar más en el campo simbólico y cultural que necesitan las organizaciones para existir (dar apariencia de navegar con un rumbo perfectamente claro), que en el de los aprendizajes que realmente se pueden alcanzar en la escuela.

En mi caso, todo esto se traduce en un permanente intento de ser al mismo tiempo pragmático y transgresor con respecto a los contenidos de los programas escolares, procurando cumplir con ellos, pero no permitiendo que me roben un buen debate con los niños, una reflexión serena con todos o con alguno de ellos, una parada para fijar la atención en un hecho o en una idea formativamente relevante a punto de pasar desapercibida, una ocasión de hacer tema de estudio aquello que en principio no estaba previsto, etc. A menudo esto exige batirse con la parte de uno mismo más impregnada de las tradiciones aprendidas y de la ortodoxia de lo oficial, para lo cual, insisto, resulta de gran utilidad el conocimiento de las críticas que desde muy diversas posiciones ha recibido el conocimiento escolar como tal. En relación con ello está la necesidad de una idea de currículo bien distinta de la que promueven los tecnócratas, y también diferente de la que de facto coloniza las aulas.

Conceptuar el currículum como un “líquido”.

La situación de los maestros generalistas con respecto a lo que hemos de enseñar es realmente muy difícil. Un maestro generalista tiene que enseñar Conocimiento del medio natural, social y cultural, Lengua castellana y literatura, Matemáticas y parte de la Educación artística. Estos no son meros enunciados de campos de conocimientos o disciplinas, sino que remiten a unos programas de contenidos ampliamente especificados por la Administración, que han de ser articulados en proyectos curriculares de centro y en programaciones de aula en función de unos objetivos y unos criterios de evaluación también detallados oficialmente por áreas, lo mismo que las orientaciones metodológicas que se han de seguir. Está establecido a su vez el tiempo que se dedicará a cada una de estas materias, exigiendo la Administración que se especifiquen por aulas y días los minutos que se les van a dedicar. De modo que no estamos hablando de ninguna orientación general, sino de algo que antes de entrar en acción ha tenido que pasar varios "niveles de concreción", y todo ello, en el colmo de la paradoja, dicen los programas que “se entenderá sin perjuicio del carácter global de la etapa”.

Habiendo realizado por mi parte numerosas críticas, algunas de ellas profusamente documentadas, al tecnicismo didáctico que adoptaron las reformas escolares a partir de mediados de la década de los ochenta, espero que se me permita referirme a esta cuestión utilizando metáforas que pueden ayudar a comprender mejor y, sobre todo, resultan más amenas que el frío lenguaje académico pedagógico.

Se podría decir metafóricamente que el tecnicismo trata el currículum como si fuera un cuerpo en estado sólido en el que tienen que hacerse coincidir, a modo de puzzle, todas las partes que lo componen: los objetivos (a partir de ahora también las competencias básicas), los contenidos, los métodos y los criterios de evaluación de cada materia. Un trabajo así, para no quedarse en lo meramente formal, exigiría del maestro la capacidad de identificar en cada momento de su docencia la pieza del puzzle que está colocando, y eso, en medio del "cuerpo a cuerpo" que tiene lugar en el aula, es realmente imposible. De ahí que los profesores no tengamos más remedio que hacer trampas. Y las hacemos. Y todo el mudo lo sabe, aunque nadie quiere darse por enterado, sin duda porque el enfoque tecnocrático no cumple sus funciones reales cuando se ejecuta tal cual en las aulas, sino cuando ofrece a la burocracia administrativa lenguaje y formalismos útiles para materializar sus relaciones de poder, por otra parte legítimas, con los centros de enseñanza y los docentes.

La peor trampa de todas y la más extendida, es la de dejar el currículum sólido perfectamente armado en el proyecto curricular de centro (generalmente custodiado por el jefe de estudios, que lo suele guardar a buen recaudo en alguno de los muebles de su despacho) para, olvidándose todos de él, entregarse al trabajo de aula siguiendo lo que podríamos denominar un currículum en estado gaseoso, es decir, invisible por no escrito, no racionalizado y expuesto en modo alguno. Un currículum así no es otra cosa que una puerta abierta de par en par a la dominación de los libros de texto, de los "códigos disciplinares"[1] y del habitus profesional donde habitan las tradiciones que, convertidas en rutinas, mantienen a los maestros en la condición de intelectuales alienados que se niegan a sí mismos la posibilidad de desarrollar una personalidad pedagógica explicitada y reconocida a través de sus pequeñas pedagogías.

Continuando con este modo metafórico de caracterizar el currículum, creo que lo más adecuado para un maestro generalista es abordarlo como si de un líquido se tratara.[2] La metáfora cobra toda su fuerza expresiva si le damos la vida de una piscina. Las piscinas son espacios donde se puede aprender a nadar y disfrutar haciéndolo, aunque su disposición habitual suele estar pensada para competir. No es difícil reconocer en sus calles, separadas por corcheras, las asignaturas de nuestros programas de enseñanza, que se han de recorrer longitudinal e individualmente, dando cuenta de lo aprendido mediante la consiguiente evaluación al final del recorrido, donde unos ganan y otros pierden. Las corcheras que marcan las calles pueden moverse alguna vez, acaso al hilo de alguna reforma que decida agrupar dos calles en una sola, o poner una calle (una asignatura) más, sin embargo, se dejan ver en el fondo marcas de larga duración que permanecen inmutables cualquiera que sea la disposición de las corcheras en la superficie; más o menos desfiguradas por los movimientos del agua, llaman siempre la atención desde el fondo, como señalando cuál es el camino, sobre todo a quienes se aventuren a bucear transversalmente abandonando la calle en la que en ese momento les corresponde nadar (las matemáticas a las nueve de la mañana, por ejemplo); son las, a veces difusas pero omnipresentes, tradiciones corporativas y disciplinares de tan difícil conculcación para quienes no tengan suficiente iniciativa propia.

Lo que aquí se defiende es la figura del nadador no competitivo que está más interesado en bucear y enseñar a hacerlo que en nadar superficialmente sin buscar otra cosa que el éxito en la evaluación. Es el profesor que, habiendo aceptado inicialmente la disposición de los elementos tal y como se encuentran en la piscina, llegado el momento abandona la calle en la que está y decide sumergirse buceando transversalmente al orden disciplinar de las corcheras de la superficie y de las embaldosadas marcas del fondo, para adentrarse en alguna de las cuestiones que dan profundidad a un currículum.

En mi caso, una vez asumido que los contenidos escolares no son intocables, acepto la disposición administrativa general del currículum, y también la “local”, es decir, la que lo concreta en el centro, pero, aceptando que, como todos mis colegas, practico lo que Fullan ha denominado “colegialidad fingida”, me muevo en el aula tanto longitudinal como transversalmente dependiendo del momento.

Proceder con realismo y, precisamente por ello, navegar en un mar de dudas.

La pedagogía que se les enseña a los maestros está tan cargada de idealismo, unas veces humanista y otras tecnocrático, que resulta inexcusable apelar al realismo, aún más al abordar un tema como éste de educar en valores. Un realismo que no tiene que llevar a la parálisis, sino a conseguir que las pequeñas pedagogías de los maestros se liberen de los grandilocuentes discursos pedagógicos propios de las que Escolano ha denominado culturas académica y administrativa, haciendo de su trabajo, por el contrario, una combinación de teorías y de prácticas prudentes en tanto que adecuadas a las posibilidades y los límites que tiene la acción docente en el aula, procurando con ello no quedar atrapados en el nivel de lo que el citado autor ha denominado la cultura empírica de la escuela.

Creo que procede disponerse a tomar conciencia de la situación en la que estamos, y no solamente quejarse de lo mucho que ha cambiado todo y que hace tan difícil enseñar cualquier cosa, mucho más educar en valores. En mi pequeña pedagogía, de un tiempo a esta parte he procedido a reforzar las lecturas con respecto al cambio social, al lugar de la escuela en el mismo, al cambio en los modelos familiares y las condiciones y pautas de crianza, todo ello con el fin de comprender mejor cómo se construyen hoy esos alumnos con los que en la escuela tenemos cada vez mayores dificultades.

El realismo debe servir para reconocer los términos en los que se manifiestan en los centros y en las aulas las profundas crisis que hoy afectan a la institución escolar como tal, a las familias como contextos de crianza y a los alumnos como criaturas engendradas en su seno, todo lo cual se conjura para segar la hierba bajo los pies de unos maestros a los que nada menos se nos pide que eduquemos en valores o para la ciudadanía.

Volviendo a las metáforas, se podría decir que la crisis de estas piezas básicas de la enseñanza (escuela, familia, alumnos y profesores) es el efecto de haber sido alcanzadas todas ellas por un dardo envenenado cuya punta se afila sobre tres caras convergentes: el neoliberalismo, el vertiginoso ritmo del cambio social y algunos aspectos del pensamiento “post” (Figura 1)




El neoliberalismo es la realidad y la doctrina correspondiente a la fase actual del capitalismo. Significa, entre otras cosas, la colocación del mercado por encima de todo, en particular del Estado como entidad interventora a favor de la equidad y del desarrollo de una ciudadanía crítica capaz de hacer de la democracia algo más que un sistema político útil para garantizar la hegemonía del capital, aparte de un modo de vida para quienes, aceptando ese juego, consiguen hacer de la política una profesión, más que una abnegada y verdadera representación.

El ritmo de cambio social se ha vuelto vertiginoso. Como bien aclara Fernández Enguita en su libro Educar en tiempos inciertos, en las sociedades preindustriales el cambio se percibía poco o nada de una generación a otra, dado el carácter estable de las mismas. En la sociedad industrial se dejaba sentir entre las generaciones, provocado por fenómenos como la marcha del campo a la ciudad, la alfabetización creciente, el avance de la ciencia, el desarrollo del Estado, etc. Sin embargo en la actualidad no es preciso esperar a que pase una generación para que tengan lugar profundas transformaciones, de ahí que se pueda decir que hoy el cambio social se produce a un ritmo intrageneracional, lo que significa que una misma persona se verá sometida a cambios sociales y culturales muy importantes a lo largo de su vida, inestabilidad que necesariamente ha de tener consecuencias para una escuela nacida y desarrollada bajo condiciones más estables, y para las personas que han de educar o ser educadas en ella, entre las cuales puede llegar a haber más de medio siglo de diferencia.

Por su parte, el pensamiento “post”, que es una manera de referirse a un impreciso destilado de ideas procedentes de una gran variedad de corrientes intelectuales y culturales desde las que se cuestionan aspectos básicos de la modernidad, está teniendo una gran influencia en instituciones como la escuela y la familia. A mi modo de ver, lo que más debe preocuparnos de ellas, es la funcionalidad que como pautas culturales puedan tener para el fortalecimiento del neoliberalismo como estructura socioeconómica.

Crisis de la escuela

Decir que la escuela está en crisis no es de por sí necesariamente un lamento, sino una manera de expresar sus crecientes dificultades ante los cambios en la sociedad. Sin embargo, por mi parte, la mención a la crisis, ciertamente expresa una preocupación: la de ver amenazada una escuela que todavía considero imprescindible. Con todo lo que la sociología crítica nos ha desvelado en los últimos años acerca de la misma (sus importantes funciones como reproductora y legitimadora de desigualdades, básicamente), me resisto a sumarme a quienes la someten a crítica implacable, situándome en la incierta posición de quien constata sus dificultades, pero se muestra inseguro al precisar qué aspectos de la misma han de cambiar para acomodarse a los nuevos tiempos y cuáles han de defenderse como valiosas resistencias a ciertos aspectos de los mismos.

A la escuela insignificante (con frecuencia ni siquiera estaba o lo hacía sólo por temporadas) que corresponde a la sociedad preindustrial, la cual realmente no la necesitaba porque la familia y la comunidad local se bastaban para enculturar a sus miembros, siguió la escuela propia de la modernidad, precaria también durante mucho tiempo en nuestro país, pero en constante crecimiento en lo material y en su prestigio, para dar paso a la escuela actual, que es una escuela enorme pero enferma. La escolarización comienza hoy casi con el nacimiento y no termina antes de los dieciséis años; para una parte importante de la población dura prácticamente el primer tercio de su vida, y cada vez más se presenta como una necesidad permanente, por lo que existen una oferta y una demanda formativas dirigidas a todas las edades, a través de multitud de instituciones y siguiendo los más variados formatos. Sin embargo la escuela se resquebraja internamente. Se diría que su tamaño nunca fue tan grande, pero tampoco lo fue su debilidad interna.

En primer lugar, la escuela sufre el acoso al que la somete el neoliberalismo, que, como desorbitada economía de mercado, tiende a la mercantilización de cuanto encuentra a su paso, para lo cual lo primero es privatizarlo si es que todavía no lo está. En la educación esto es bien reconocible a través de la tendencia a situar los centros en dinámicas de mercado, sustrayéndolos por tanto de la esfera de lo público. Y esto no es solamente un asunto de titularidad o financiación privada frente a pública, sino de clientela frente a ciudadanía. Si para que haya mercado es necesario que haya diferenciación entre los productos, es decir, variedad, además de buena información y libertad de elección, es porque se está pensando en unos clientes, es decir, en unos individuos que se comporten como consumidores. La mercantilización lleva implícito el concepto de clientela. Quienes son reclutados para un sistema escolar mercantilizado, han de responder mucho más al perfil de clientes que al de ciudadanos. Y una institución que se nutre de clientes, difícilmente puede proponerse formarlos como ciudadanos, aunque esto figure en su retórica.

En este punto es donde se vuelven preocupantes algunos de los rasgos del pensamiento “post”. Si tenemos en cuenta que la vía preferente para convertir a los individuos en clientes es la de la persuasión, utilizando como puerta de entrada al sujeto básicamente su dimensión emocional, es decir, irracional, tendremos que en la pugna y entendimiento dialéctico entre razones y afectos en que consiste el ser humano, cualquier debilitamiento del peso de la razón supondrá un refuerzo equivalente del papel de las emociones. Y aquí es donde el pensamiento "post" presta un gran servicio a la causa neoliberal, independientemente de que en alguna de sus versiones construya su discurso también contra ella.

La negación de un sujeto racional íntegro, con posibilidad de ser emancipado, no sujetado por fuerzas infraconscientes, unido a la mayor insistencia en los monstruos que en los logros engendrados por la razón, no cabe duda que están debilitando cualquier apelación a ésta como contrapunto del deseo que el consumismo neoliberal promueve. Está en alza lo emocional frente a lo racional, y cualquier apelación al dominio de lo segundo sobre lo primero es ipso facto tildado de represivo, inhibidor y hasta masculino.

A ello se suma el vertiginoso ritmo al que se suceden los avances científicos y tecnológicos, que aceleran la puesta en el mercado de productos que dejan obsoletos los que poco tiempo atrás fueron novedad, forzando un mundo de objetos constantemente variable, con los que adultos y niños establecen relaciones culturales efímeras en las que cualquier posibilidad de someterlos como medios a la consecución de unos fines racionales se malogra ante la fuerza de la compulsividad consumista.

Neoliberalismo y efectos educativos del pensamiento "post" convergen también en su enemiga contra la pedagogía. En su avance hacia la mercantilización, el neoliberalismo se interesa más por los elementos relativos a la gestión y evaluación de los centros que por la pedagogía de los profesores y la vida en las aulas, mientras el pensamiento "post" tiende por su parte a ocuparse más de la “deconstrucción” que de la construcción, con el resultado de abandonar el campo de la pedagogía, la didáctica y el currículum, contribuyendo a debilitar las únicas resistencias racionales y solventes que se pueden levantar frente al gerencialismo de corte empresarial que interesa a las estrategias de la mercantilización neoliberal. Por otro lado, la pedagogía es imposible sin una narrativa que seguir, un sujeto que formar y unos saberes en los que confiar. Como dice Luisa Muraro: "En un sentido figurado podríamos decir que el típico deconstruccionista se parece a alguien que sierra la rama sobre la cual se encuentra sentado." El pensamiento "post" no favorece un discurso constructivo sobre estos elementos básicos, con lo que, a mi modo de ver, de nuevo se allana el campo al neoliberalismo.

El pensamiento "post", cuando declara periclitada cualquier pretensión de identidad mínimamente unitaria, y proclama la fragmentación del yo como una característica del sujeto que la modernidad y su escuela no habrían sabido apreciar, favorece la concepción del individuo que el neoliberalismo requiere.

Por su parte, la aceleración del cambio social y cultural trae consigo el debilitamiento de las referencias a una comunidad estable con capacidad enculturadora, lo que converge con el tipo de persona individualista para consumir y flexible para trabajar que requiere el neoliberalismo, y con el yo fragmentado y débil que describe y promueve el pensamiento "post". El ritmo de cambio intrageneracional está quebrando la función enculturadora, formativa e instructiva que los adultos de la generación anterior ejercieron siempre sobre la siguiente, y, sobre todo, se debilita la autoridad de la que gozaban los mayores, proveniente del reconocimiento de la mediación de un saber superior entre quien educaba y quien era educado, fuera en casa o en la escuela; un saber basado en la experiencia y en el estudio, conjunta o respectivamente.

A esta ausencia de anclajes y vínculos, de sujetos íntegros, de identidades definidas, de razón frente a pasión, se une, además, el desprestigio del conocimiento, sobre el que el pensamiento "post" se afana en desenmascarar sus vinculaciones con el poder, equiparando las teorías científicas o académicas con cualesquiera otras construcciones lingüísticas, reducidas todas ellas a discursos. Un debilitamiento del saber que casa mejor con las necesidades del talk show televisivo que con una escuela que se proponga instruir y educar.

De la mano del neoliberalismo, el trabajo, que antaño fue determinante de identidades definitivas, se halla hoy sometido a procesos de precarización creciente, de flexibilización, al parecer, irremediable, y de reciclaje permanente, unas veces como necesidad real y otras como una dimensión más del mercado en el que se ofrece todo tipo de formación envuelta en promesas de que servirá para algo, lo cual hace crecer la escuela, pero no la fortalece en lo que se refiere a sus debilidades internas.

A un maestro que haya leído sobre estas cosas, no le será difícil situar en ese contexto de crisis algunos de los problemas que se le presentan en el espacio concreto del aula. Aunque ello no le dicte soluciones definitivas, sus respuestas, si bien llenas de dudas, estarán más adecuadas a la realidad, y, por ilustradas y reflexivas, serán más racionales, menos alienadas y tal vez también menos angustiosas.

Unas familias diferentes

La familia, como institución en la que tiene lugar la crianza y primera socialización de nuestros alumnos, constituye una pieza imprescindible en la reflexión pedagógica. Entre los maestros es muy frecuente referirse a ella como causante de todos los males que aquejan a la escuela, pero esto demuestra más una mala predisposición para encarar los problemas, que un interés por hacerse cargo de ellos. No son los miembros de la familia culpables de nada, sino más bien víctimas de unas transformaciones que ellas, ni provocan, ni muchas veces comprenden, ni están en condiciones de manejar, de ahí que un buen maestro deba asumir, entre otras, la responsabilidad de estudiar esos cambios, sus causas y sus consecuencias para la educación de los niños, con el fin de conocer y entender mejor a sus alumnos, y de promover actividades formativas (escuelas de padres) que ayuden a las familias a conocer mejor los cambios que se están produciendo, de modo que, como los propios maestros, puedan afrontar la situación con realismo. Y es que el idealismo es uno de los males que comparten las escuelas y las familias, empeñadas ambas en educar hoy con la vista puesta en unos valores cuyas bases materiales se han desmoronado. Familias y maestros conservamos actualmente ideales de crianza y educación que hemos heredado de nuestras propias familias y de contextos de socialización hoy en declive: hay que ser obedientes con los padres, colaboradores en casa, cuidadosos con las cosas, limitados en la pretensión de tenerlo todo, respetuosos con los adultos, capaces de la renuncia y el esfuerzo...; y lo repetimos tantas veces como nos lamentamos de lo mucho que los niños se van alejando del canon en que nosotros fuimos educados.

Para entender mejor qué puede haber detrás de esos comportamientos que nos extrañan y nos incomodan tanto, es necesario adentrarse en los cambios que están teniendo lugar, entre otros ámbitos, en el núcleo básico de crianza de los niños actuales, es decir, en la familia.

Los cambios en la familia son en la actualidad tan profundos que no son pocos los estudiosos de la misma que inician sus trabajos señalando las dificultades para definirla, y son muchas y muy diversas las definiciones que sobre ella se ensayan.

En lo que respecta a su función como reguladora de la alianza entre personas que se constituyen como origen de una familia, se ha ido pasando de un emparejamiento exclusivamente heterosexual, antaño no libremente elegido sino fruto de estrategias socieconómicas familiares o “casales”, tal como ocurría en las sociedades agrarias preindustriales, a un emparejamiento que en la modernidad también era heterosexual, pero en el que fue ganando terreno la libre elección del cónyuge a partir de una valoración personal, para desembocar en la actualidad en una situación en la que se dan todo tipo de emparejamientos (heterosexuales, homosexuales, parejas de hecho, matrimonios religiosos, civiles, etc.), ausencia de ellos (personas que deciden construir desde el principio una familia monoparental abordando la maternidad o paternidad en solitario), recomposiciones múltiples (divorcios, separaciones de hecho, nuevos matrimonios o emparejamientos, etc), es decir, que las formas de alianza se han diversificado absolutamente.

En lo que se refiere a la filiación, la familia troncal extensa, con una estructura perfectamente jerarquizada al modo patriarcal, patrilineal y patrilocal, que fue propia de la sociedad rural tradicional mediterránea, fue dando paso a través de la modernidad a un tipo de familia nuclear, para desembocar hoy en una situación completamente nueva caracterizada sobre todo por el papel activo de la mujer en el control de la sexualidad y de la concepción, gracias a la generalización de los anticonceptivos, de modo que en la actualidad el número de hijos ha descendido drásticamente, siendo muy frecuente que nuestros alumnos sean hijos únicos o tengan solamente un hermano.

Pero los cambios en la familia no se refieren solamente al paso del modelo troncal extenso al nuclear, sino que se constatan también en la aparición de las estructuras más diversas. Muy frecuentemente nuestros alumnos proceden de familias en las que ya no está alguno de sus progenitores, en las que puede haber otros emparejamientos, otros hijos venidos de otras uniones o tenidos tras nuevas alianzas, separaciones de hermanos, etc., todo lo cual da lugar a las más diversas situaciones de crianza.

Los cambios en lo económico no son menores. La familia de la sociedad preindustrial era al mismo tiempo una casa, es decir, una unidad de producción y autoabastecimiento, mientras que con el avance de la industrialización se produce la separación de la vida familiar y la actividad laboral. Hoy las familias no son ya unidades de producción sino de consumo, de modo que los niños sólo llegan a tener experiencias familiares de esto último y no de lo primero. Con frecuencia, en el caso de las que asisten a lo que queda de escuela pública, se viven situaciones de precariedad laboral entre sus miembros. Una precariedad capaz de “corroer el carácter”, en afortunada expresión de Richard Sennett, y, por ello, de tener consecuencias negativas en esa urdimbre afectiva en la que toda infancia se acuna.

La educación de los niños, que en la sociedad tradicional corría a cargo de la familia, particularmente de las abuelas, fue pasando a manos de la escuela y hoy está prácticamente delegada en ésta, dadas las dificultades temporales y culturales de muchas familias para ayudar con solvencia en la realización de unas actividades escolares complejas. Aspectos fundamentales de la formación del nuevo individuo, como es el de la alfabetización mediática, resultan prácticamente ignorados por el conjunto de las familias de niveles culturales bajos y medios. En este sentido, la educación de los hijos está cargada de incertidumbres y "palos de ciego" ante la falta de experiencia de la familia frente a tantas cuestiones tecnológicas y culturales nuevas. Lo más común es que la propia familia, con escasos recursos para la autodefensa cultural, esté ya en el campo de las víctimas, de modo que no cabe esperar mucho de ella con respecto a la educación de los hijos en este crucial aspecto.

Como reguladora y primer motor de afectos y sentimientos, la familia, bien se puede decir que ha venido mejorando a lo largo del tiempo, si tenemos en cuenta lo que Lloyd de Mause nos describe sobre el terrible pasado de la infancia; pero en la actualidad sobresale un problema que es nuevo, a saber: al no existir los elementos de cohesión familiar que se dieron en las sociedades tradicionales, cada vez el afecto de los hijos es buscado por sus padres y otros familiares por medios que Mariella Doumanis denominó con gran acierto como “excesos de ofrecimiento”. De esa originaria carencia y de esos derivados excesos, vienen muchos de los problemas que para su educación presentan hoy unos niños acostumbrados a reivindicarse constantemente a sí mismos.

Como primera encauzadora de las relaciones intergeneracionales, la familia tampoco es ya lo que era, al no estar hoy los adultos en condiciones de enculturar a los más jóvenes, toda vez que el acelerado ritmo de cambio social ha invertido prácticamente esas relaciones. En la actualidad, más bien son los jóvenes quienes aculturan a sus mayores, ayudándoles a abandonar lo viejo e iniciándoles constantemente en la nuevo. En no pocos aspectos los niños se adelantan en esta tarea desde bien pequeños. A pesar de que no es infrecuente que en las familias vuelvan a convivir tres generaciones (hijos, padres y abuelos), lo que ha cambiado sustancialmente es la posición y el papel de los distintos miembros del grupo familiar. El respeto a los adultos, que antaño no tenía que ser exigido, ha perdido buena parte de las bases materiales y culturales que tuvo.

Todos estos cambios configuran un panorama familiar en situación de crisis, es decir, de transformación muy profunda. Lejos, pues, de hacer de la familia el chivo expiatorio de todos los males de la escuela actual, los buenos maestros harán todo lo posible por compartir con ellas el estudio de sí mismas como nuevos escenarios de crianza.

Con (y frente a) nuestros alumnos

En primer lugar, no quisiera dar la impresión de que, con respecto a los alumnos, todo son problemas y dudas, sino que hay aspectos muy importantes en los que se pueden constatar grandes avances. La situación de plena igualdad en el aula (para bien y para mal) que las niñas han alcanzado con respecto a los niños, es una de ellas. La plena integración social de los alumnos inmigrantes en la clase, es otra. No se me ocurre ninguna más, aunque éstas no son en absoluto desdeñables.

En segundo lugar, quedando dichas sobre los niños muchas cosas al ocuparme anteriormente de las crisis de la escuela y la familia, quiero referirme ahora brevemente a las características de los alumnos que más problemas y dudas me plantean en el espacio concreto de mi aula. Los sintetizaré en tres: el déficit de atención, el comportamiento social y la compostura corporal.[3]

Lo que Vicente Verdú ha denominado “El incesante vuelo de la atención” tiene, tal como lo percibo en el aula, dos vertientes muy relacionadas. Una es la que se refiere a sus dificultades para seguir un discurso oral o escrito, y otra es la incapacidad de ralentizar el tiempo para pararse a pensar reflexivamente, aunque sea sólo durante unos instantes y con el apoyo del maestro. Ambas cuestiones creo que deben ser hoy pensadas bajo la advertencia de que pudiéramos estar en presencia de los primeros cachorros del “homo videns” sartoriano.

Los problemas de comportamiento social se refieren, por un lado, al clima de hostilidad entre compañeros en el seno del grupo-clase, a mi modo de ver consecuencia de varios factores convergentes, como son: las características de una etapa del desarrollo, propia de la escuela primaria, todavía muy egocéntrica y poco empática, y el traslado al aula de situaciones familiares que afectan negativamente a un número significativo de alumnos, provocando desequilibrios afectivos que, con frecuencia, se convierten en comportamientos escolares conflictivos.

Por otro lado está el escaso reconocimiento y respeto hacia el maestro como adulto, lo cual exige que éste haya de ser impuesto, cosa que no resulta muy difícil a estas edades, pero que requiere una imposición explícita. Me parece que esto podría explicarse en el marco más general de la posición de reinado absoluto en el que la sociedad y la familia colocan hoy a los niños, en contraste con la creciente posición precaria que se va reservando a los individuos a medida que se alejan de la juventud. En relación con esto está también el carácter caprichoso y consentido que presentan en mayor o menor grado los alumnos, derivado, creo, del ya mencionado “exceso de ofrecimiento” al que las familias se ven obligadas por la debilidad de los lazos actuales entre sus miembros, el temor a que se rompan y el consiguiente deseo de reforzarlos, lo que resulta casi imposible de realizar por otras vías que no sean las del consumismo, en una sociedad sin otro empaste cohesivo más profundo.

Tratar con alumnos conflictivos es para mí una cuestión de tolerancia y firmeza, combinadas siempre sobre un trasfondo de respeto y afecto sobre los que no ha de tener la menor duda el alumno, dado que es la mejor manera de exigir y esperar reciprocidad. No existe fórmula universal para llevar a cabo esa combinación, sino que ésta ha de ensayarse en cada caso y en cada momento, quedando implicada la personalidad afectiva y moral del profesor, sobre la cual es imprescindible ejercer también vigilancia mediante la reflexión y, en su caso, proceder a la corrección autocrítica.

Lo relativo a las consecuencias escolares de los desequilibrios en el mundo afectivo-emocional de los alumnos, es una cuestión que va más allá del anecdotario propio del oficio de maestro. Aunque creo que tengo bien aprendida la lección sociopolítica acerca del papel que las desigualdades económicas, sociales y culturales tienen en el éxito o el fracaso escolar de los alumnos, pienso que éstas, como tales, se dejan sentir, sobre todo, a medio y largo plazo, pero en lo que se refiere al modo de ser alumno en un aula concreta, las diferencias entre los que mejor se acomodan al día a día del orden escolar y los que no lo hacen y por lo tanto son principales candidatos al fracaso escolar, tienen más que ver con las diferentes situaciones de los alumnos en lo que respecta al equilibrio afectivo, que con las diferencias socioculturales que pueda haber entre ellos. Bien es verdad que frecuentemente ambas cuestiones andan juntas, porque, como bien sentencia el dicho popular, “las desgracias nunca vienen solas”, y la miseria económica, la cultural y la afectiva, resultan ser, no pocas veces, la misma miseria.

La falta de compostura corporal debe ser seguramente interpretada en parte como una manifestación de lo anterior, pero también como algo que tiene entidad propia y capacidad para generar disposiciones mentales, por lo que no me parece que se deba hacer de ello una cuestión menor. Más allá de las razones de higiene escolar para situar correctamente el cuerpo en una silla y ante un pupitre, está la convicción de que el desorden corporal externo correlaciona con algún tipo de desorden o ausencia de disciplina mental, como es el caso de esa falta de concentración en la tarea, o la incapacidad para someterse a un tiempo organizado según las exigencias del aprendizaje en grupo, o de poner esmero en la buena ejecución de los trabajos; y guarda relación también con una pérdida del reconocimiento de la escuela como lugar respetable, al que se acude para instruirse y formarse.

Por último quisiera decir que, con respecto a la educación de mis alumnos, tengo asumidas importantes limitaciones, como es, por ejemplo, la de saber que otros medios son más poderosos que mis clases a la hora de formar ciudadanos; pero asumir esto no significa sucumbir a ello, sino sólo situar mi intervención pedagógica en un marco de realismo en el que, sin embargo, tiene cabida la convicción de que el contacto más enriquecido que un niño puede tener con una mínima formación crítica está en la escuela, y que nunca se sabe “a ciencia cierta” cuáles son los mejores efectos que una determinada pedagogía puede tener sobre cada individuo. Desde luego, anima mucho pensar que sin la escuela, para mis alumnos, las cosas no serían en absoluto mejores.

Localizado en estas tres crisis (de la escuela, de la familia y de los alumnos) el origen de las limitaciones con las que un maestro se encuentra al plantearse teórica y prácticamente la cuestión de educar en valores, y reconocido con el mayor realismo que dichas crisis están detrás de muchas de las incertidumbres con las que, de todos modos, habrá que actuar, queda todavía pendiente el capítulo de intenciones a partir de las cuales habrá que pelear con dicha realidad. Al respecto, dos pasos me parece que se han de dar. El primero, el de situarse ideológicamente, y el segundo, el de decidir lo que transversalmente se quiere enseñar.

Situarse ideológicamente ante la disyuntiva de formar hijos para Dios o para la desregulación.

A mi modo ver, la educación en valores se encuentra actualmente en una encrucijada que intentaré simplificar brevemente para situarme con respecto a ella. En primer lugar, hoy, como ayer, se enfrentan dos maneras de entender esta cuestión: una confesional y otra laica. Yo, que hace ya muchos años he abandonado la religión católica en la que, como todo español de mi tiempo, fui educado, me sitúo en la segunda, pero respeto la primera. Respetarla, en el terreno de las ideas es confrontarse con ella, pero en el terreno de la práctica política (y el docente, cuando toma decisiones al respecto en la escuela como institución, está mas en el terreno de la segunda que en el de la primera) es admitir que otras personas busquen la respuesta a muchos de sus valores en el seno de alguna religión, sin más límite que el cumplimiento de las leyes democráticamente establecidas.

Puesto que en la escuela es posible tener alumnos cuyas familias han optado por la enseñanza de la religión (en mi aula actual el cien por cien acude a las clases de religión católica por expresa decisión de sus padres), el laicismo del maestro debe ser respetuoso con dicha opción; lo que no obliga al apoyo explícito a la misma, pero sí ha de significar la renuncia a combatirla. Otra cosa son las contradicciones irresueltas que les puedan surgir a los niños (como a los adultos) entre determinadas aportaciones de la ciencia, irrenunciables para la escuela, y algunos de los contenidos de la religión, bien por su incompatibilidad objetiva o por cómo se la enseñan. La obligación del maestro de primaria es la de ser sincero al dar cuenta de su pensamiento, cosa que con frecuencia le reclaman los alumnos, pero hacerlo sin valerse de su posición para descalificar o erosionar las creencias por las que han optado las familias. El maestro de convicciones laicas debe ofrecer siempre a los alumnos cuyos padres han decidido que sus hijos sean adoctrinados en alguna religión, recursos que les permitan poner a salvo, al menos por el momento, es decir, mientras son niños, las creencias que sus familias han decidido inculcarles. Creo que un buen recurso es el de enseñarles desde bien pequeños a ir distinguiendo entre el saber y el creer, entre la ciencia y la religión; pero, obligados por el respeto democrático a la decisión de los padres, absteniéndose de algo tan fácil con los niños como colocar lo segundo a los pies de lo primero arteramente, es decir, más allá de lo que ello por sí mismo se coloca. Debe también el maestro explicitar su obligado respeto por lo que las familias a las que pertenecen y se deben han decidido para su educación.

Pero los grandes problemas de una educación en valores laicos no están en lo visto hasta aquí, que en primaria no tiene por qué resultar especialmente conflictivo, sino que, a mi modo de ver, dichos problemas son mucho más serios, y están en relación con la debilidad de fondo que hoy presenta la opción laica. Durkheim estaba preocupado por desarrollar una educación moral laica que no fuera más débil que la llevada a cabo desde la religión, y esta preocupación creo que no podemos dejarla de lado tampoco actualmente, y es que la fuente religiosa de los valores, contrariamente a lo que muchos creen, no ha perdido fuerza relativa con respecto a la fuente laica de los mismos.

La fuerza de los valores laicos no es independiente del contexto sociohistórico. A mi modo de ver, la defensa de una educación laica tuvo mucha fuerza frente a la religiosa en algunos períodos de nuestra historia porque estaba asociada a la defensa de la razón frente al mito, y a la clase obrera y la burguesía liberal frente a la reacción conservadora. Lo laico y lo religioso se enfrentaron en una auténtica guerra escolar porque tras esas alternativas, además de las cuestiones ideológicas, en gran medida latía también un impulso tan material y sustantivo como una abierta lucha de clases. Así era, al menos, para el laicismo que iba asociado al movimiento obrero. Pero éste ya no es el escenario actual, por más que de manera políticamente interesada algunos intenten presentarlo así. Hoy los valores laicos ya no se asocian a estas clases sociales y a lo que para ellas significaron la razón, y, de su mano, el conocimiento científico, ni, por la otra parte, la religión es tan reaccionaria en un sentido político como lo fue en otras épocas. Buena parte de quienes se presentan como herederos de los que antaño defendieron el laicismo sobre la base de la razón y de la ciencia, están hoy, imbuidos de pensamiento “post”, entregados al combate contra éstas. De modo que aquel laicismo, en sus labios, suena a oportunista impostura. Basta considerar lo que en los últimos años han hecho con la escuela pública, llamada a ser el baluarte de la enseñanza laica, reduciéndola a escuela “sostenida con fondos públicos”, lo que supone su neutralización ideológica como alternativa a los colegios privados, mayoritariamente religiosos, para entregarla a dinámicas de mercado donde, como ya he dicho, proponer que sean educados para la ciudadanía quienes previamente han sido reducidos a la condición de clientes, constituye una auténtica burla. Basta también con reparar en el número de defensores de una educación en valores de inspiración laica, que escolarizan a sus hijos en colegios privados concertados con la iglesia, y cuántos de éstos los hicieron pasar antes por la pila bautismal, y más tarde los vistieron de primera comunión.

La iglesia católica, por su parte, tampoco es lo que era cuando el conflicto entre laicismo y confesionalismo desembocó en una guerra escolar. Aunque tenga (por otra parte, con todo derecho), un discurso bastante conservador en lo referente a los valores, hoy no se le puede seriamente considerar vinculada a una reacción políticamente antidemocrática, ni radicalmente escorada hacia el lado contrario de una clase obrera con ideales revolucionarios. No solamente acepta las reglas del juego sino que está perfectamente instalada en ellas, participando con gran éxito en el mercado escolar, mediante una oferta de extraordinario atractivo para las clases medias, como es la escolarización que combina distinción social y alejamiento de sus hijos de los sectores con más bajos recursos económicos y culturales.

En este contexto no hay ni habrá guerra escolar alguna. Otra cosa son las, por parte y parte, interesadas escaramuzas sobre cuestiones tales como la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos.

Pero no digo esto porque añore estas guerras, sino para señalar dónde me parece a mí que está la cuestión fundamental en este asunto, que no es en este debate sobre una nueva asignatura, que acabo de mencionar, sino en la falta de fuerza real y percibida que tienen hoy las fuentes de los valores laicos.

Si para los defensores de una educación en valores basada en la moral de la religión católica, la historia ha devenido a su favor, no me parece que esté ocurriendo lo mismo en el caso de quienes pensamos que los valores han de estar libres de toda creencia dogmática y ser, por lo tanto, laicos. Para los defensores de esta última opción, que sería la propia de la escuela pública si ésta existiera, el viento, contra lo que pueda parecer, no sopla precisamente a su favor. Afirmación ésta que extrañará, sobre todo, a quienes creen que el hecho de que el comportamiento moral de la gente tenga poco que ver con lo que predica la religión, juega a favor del desarrollo de un mundo de valores laicos, y, por lo tanto, de la defensa de su enseñanza. Un error éste, que, a mi modo de ver, se comete porque se está muy cerca de confundir la laicidad con la anomia, o de conformarse con esta última como alternativa a los valores defendidos por la religión, en particular, si es la católica.

He dicho antes que el laicismo sacaba su seguridad y su fuerza de la razón frente al dogma, y de las fuerzas del progreso frente a la reacción, pero que el de hoy ya no es así. Como ya he apuntado, gran parte de quienes en el actualidad están convocados a llenar de contenido una educación para la ciudadanía basada en valores laicos, acuden a la cita portando bajo el brazo una crítica demoledora de la razón, del progreso y de la ciencia, de modo que de ayer a hoy estas fuentes de argumentos contra el dogma o las creencias religiosas se han debilitado, y lo han hecho precisamente a manos de buena parte de los mismos que defienden el laicismo frente a la religión. Disuelta la epistemología e igualados como discursos tanto la ciencia como lo que no lo es, tanto da decir que un terremoto es un castigo de Dios, como explicar que se debe a un movimiento en las placas que forman la corteza terrestre. Y, un discurso por otro, también vale lo mismo decir que no se mata porque Dios lo prohíbe, que considerarlo un imperativo para el ser humano civilizado que ha desarrollado una ética en cuyo centro está el respeto y hasta el cuidado de la propia vida y la del otro.

Pero hay más, y es que el mercado que favorece el auge de lo religioso por las vías que ya he señalado, resulta demoledor para lo laico, aunque, vuelvo a decir, parezca lo contrario si nos atenemos a los modos de vida moral imperantes. En primer lugar, el mercado está perjudicando al sector público y, dentro de él, a la escuela, llevándola a un terreno donde se juega en términos de excelencia y competitividad, tratándose de medir, exhibir resultados, comparar, competir, captar clientes, etc., lo que provoca que todo lo relativo a la educación cívica y moral sea de hecho considerado al mismo nivel que la "música y el pastoreo", y que, por lo tanto, propaganda política aparte, no disponga de buen clima, ni de buena tierra, ni de cuidados como para que se desarrolle vigorosa y no raquíticamente en las aulas.[4] Y, en segundo lugar, el mercado, no opera sólo a nivel estructural y de racionalidad económica, sino como ideología dominante generadora de prácticas y mensajes con alto poder configurador de subjetividades desestructuradas y alienadas, seriamente incapacitadas para la crítica: son los llamados “hijos de la desregulación”. Las necesidades generadas por el modo de producción actual imponen el desarrollo de técnicas y formas de persuasión de gran eficacia, alienando a los individuos mediante la captación temprana de su vida emocional, y dificultando enormemente el desarrollo de la capacidad de crítica racional. El capitalismo actual es enormemente eficiente en la producción de las subjetividades que requiere, y ese es hoy un serio impedimento para el desarrollo de una ciudadanía crítica, constituyendo un obstáculo para educar en la misma, mayor incluso que el de la religión, dado que estas formas de ser sintonizan mucho más, y, por lo tanto, se dejan influir más decisivamente, con los atractivos de la sociedad hedonista y anómica que el capitalismo promueve, que con las exigencias de la religión.

La cosa se agrava si tenemos en cuenta la tolerancia y hasta la simpatía que ciertas formas de progresismo laicista tienen con estos tipos “post” de formas de ser, porque de ello resulta que la mayor dificultad para una educación en valores laicos, con fuerza suficiente para constituir una alternativa a la religión, viene a ser una especie de enemigo que se lleva dentro a modo de carcoma interna.

Los valores laicos, en la medida que se propugnen racionales, seguirán teniendo enfrente a los valores religiosos, sobre todo por la cuestión de su origen, pero su propia posibilidad de ser y desarrollarse, no depende tanto de la confrontación con éstos, como del resultado de otra confrontación, mucho más difícil, con esto que acabo de denominar su propia carcoma interna. Como en las maderas, ésta se introduce y avanza siguiendo las vetas más blandas, que en el individuo son las emociones.

Si la educación en valores, por lo que tiene de educación para la ciudadanía, se entiende como la enseñanza de las convenciones que dan forma a la democracia, además de unas actitudes tendentes a fomentar la participación y de unos valores para la convivencia en el marco laico donde quepan el pluralismo religioso y moral, pero se deja de lado la confrontación con las formas de ser y de vivir que el modo de producción capitalista en la fase neoliberal promueve, estaremos formando unos ciudadanos cuyo perfil podría definirse como de "recursos humanos laicos".

Visto así se puede decir que el reto de educar en valores, desde una perspectiva laica, es el de encontrar un discurso que no sea el de formar como tales, ni a los hijos de Dios, ni a los de la desregulación. Esto es lo que yo intento, no sin volver a constatar que, como he dicho en el punto anterior, al respecto navego en un mar de dificultades y dudas.

“Querer fuertemente lo que se quiere, y por eso mismo querer pocas cosas”.

El rechazo de la manera tecnicista de concebir y articular un currículum (como un sólido) y la opción por un enfoque más práctico (líquido), que caracteriza la pequeña pedagogía a la que me refiero en estas páginas, rehuye cualquier intento de configurar una práctica docente siguiendo un exhaustivo listado de propósitos que se citan en los documentos de programación didáctica, pero que no se ejercitan en la práctica pedagógica del aula, ante la imposibilidad de atender a tantos frentes, con lo cual se quedan en una mera retórica que no va más allá de los papeles en los que hayan sido escritos tan numerosos propósitos.

En apoyo de esta reducción de las finalidades expresas con las que un maestro debe abordar la educación transversal, haré algunas citas textuales esperando que su claridad disculpe la extensión de las mismas. Decía Durkheim, que impartió lecciones de educación moral durante varios cursos en Burdeos y en París: "Preguntarse cuáles son los elementos de la moral no significa redactar una lista completa de todas las virtudes o solamente de las más importantes; significa buscar las disposiciones fundamentales, los estados mentales que constituyen la raíz de la vida moral, ya que formar moralmente al niño no quiere decir despertar en él una virtud particular, luego otra y otra, sino desarrollar y hasta crear del todo con los medios apropiados aquellas disposiciones generales que una vez constituidas se autodiversifican fácilmente al compás de las diversas relaciones humanas. Si llegásemos a descubrirlas, habríamos alejado entonces uno de los mayores obstáculos con que choca la educación escolar. Lo que nos hace a veces dudar de la eficacia de la escuela respecto a la cultura moral es que nos parece que implica una variedad tan grande de ideas, de sentimientos, de hábitos, que el maestro, en el período relativamente breve en que el niño está puesto bajo su influencia, no parece que pueda tener el tiempo necesario para suscitarlas y desarrollarlas. Hay una variedad tan grande de virtudes, aunque sólo pensemos en las más importantes, que si tuviera que ser cultivada cada una de ellas, la acción tendría que dispersarse entonces en una amplia superficie y necesariamente tendría que permanecer en la impotencia. Para actuar con eficacia, sobre todo cuando la acción tiene que ejercerse en poco tiempo, es preciso tener una finalidad bien definida, claramente representada; tener una idea fija o un grupo de ideas fijas que sirvan de polo. En esas condiciones la acción repetida siempre en el mismo sentido, mantenida siempre dentro de los mismos carriles, podrá producir el efecto deseado. Hay que querer fuertemente lo que se quiere, y por eso mismo querer pocas cosas. Por tanto, para darle a la acción educadora la energía necesaria, hemos de intentar tocar los sentimientos fundamentales que están en la base de nuestro temperamento moral. " (La educación como socialización. Sígueme, Salamanca, 1976, págs. 186-187)

Otros autores actuales, como Goñi Grandmontagne, tratando de un ámbito tan próximo a éste como es el del conocimiento social, también han visto la necesidad de concentrar, más que dispersar, el esfuerzo educativo en unas pocas cuestiones básicas: “La educación del consumidor, la educación no sexista, la educación para la paz, la educación ambiental, la educación para la salud y la educación sexual adquieren rango de contenidos transversales que se introducen en varios bloques de las distintas áreas con la intención de que impregnen la actividad educativa en su conjunto. Pero el listado podría haberse alargado añadiendo la educación vial, la educación prosocial, la educación para la solidaridad, la educación para la convivencia, la educación para el ocio, la educación para el desarrollo…
Al repasar la anterior retahíla inacabada, a uno le entra la duda de si en lo sucesivo se podrá seguir hablando de educación o, más bien, habrá que hablar de educaciones y de si en lugar de maestros se requerirán expertos en educaciones varias.” (La educación social. Un reto para la escuela. Graó, Barcelona, 1992, págs. 47-48)

El profesor Gustavo Bueno, refiriréndose a la crítica de Platón (por boca de Sócrates) a Protágoras, escribió: “Lo que nos dice, estrictamente, es que esto [se refiere a las virtudes generales] no puede suministrarse en forma de 'unidades específicas' (unidades didácticas, evaluables económicamente) y que todo aquel que pretenda vender tales unidades es un charlatán. Lutero diría: un vendedor de indulgencias, y hoy podríamos decir: un psicólogo, un psicagogo, un psicoanalista (un empresario de cursillos acelerados de salud mental), un pedagogo que ofrece la programación para la formación de la personalidad o del autodominio. Porque 'los alimentos del alma' no pueden entenderse como algo capaz de ser tomado en unas cuantas horas intensivas: es labor de toda la vida, desde que ésta comienza, y tanto como decir que nadie puede suministrarnos la sabiduría sería como decir que nos la suministran todos, y por ello, nadie en particular. Porque los alimentos de nuestra alma, si existen, deben proceder ante todo de la tierra que hizo nuestra propia alma, de nuestras tradiciones, de nuestra lengua, de nuestra cultura". (http://www.filosofia.org/cla/pla/1980gbpr.htm)

Una crítica que, seguramente sacada de su contexto, no gustó mucho al gremio de los pedagogos, pero que puede ser asumida desde una pedagogía no tecnicista.

Para alguien que tenga por oficio enseñar y se interese por la posibilidad de hacer algo acerca de la educación moral de la infancia, este tipo de reflexiones, junto con las vivencias cotidianas del aula, resultan del máximo interés, porque llaman la atención sobre las limitaciones de las actividades didácticas, e invitan, cuando menos, a la prudencia de cualquier discurso al respecto. Como, en cualquier caso, el maestro ha aceptado la profesión de enseñar, y de hecho eso significa que va a tener alguna influencia en la vida de sus alumnos, no parece que carezca de sentido organizar actividades escolares con la intención de aportar, al lado de otros muchos y a veces en desigual pugna con ellos, algunos "alimentos" al "alma" de los niños. En principio, si la crítica de Platón a Protágoras y del profesor Bueno a los pedagogos, no se toma como una impugnación absoluta, demoledora de cualquier intento de construir una propuesta pedagógica de educación moral en un aula, bien se puede apelar a ella en apoyo de la decisión de "licuar" la didáctica, es decir, de no plantearse esta cuestión de la educación transversal como fragmentada en unidades didácticas específicas, programables y evaluables, sino como una influencia más difusa, no pretendida en términos de eficiencia medible sino de influencia limitada pero posible y, de todos modos, deseable, mientras no se dé definitivamente el paso de cerrar la escuela que hemos heredado de la modernidad. Una escuela que, dicho sea de paso, y a propósito de algunos debates de prensa actuales, no es cierto que se preocupara solamente de lo instructivo, siendo lo educativo, según se dice, un invento de la LOGSE.

Vuelvo a Durkheim para tomar en consideración otra parte de su pensamiento que resulta de gran interés y que inspira mi práctica pedagógica en lo que a transversalidad se refiere. Y es que Durkheim concentró en tres los elementos que a su juicio debía contemplar una educación moral laica: el "espíritu de disciplina", la "adhesión a grupos sociales" y la "autonomía de la voluntad". Aunque se planteó esos elementos en unas condiciones sociohistóricas que no son las actuales, creo que su presentación como cuestiones de fondo sobre las que se sustentaba la moral racional que él propugnaba en su época, permiten retomarlas hoy, no para aplicarlas tal cual como si nada hubiera cambiado, sino precisamente para reflexionar tanto sobre su validez como sobre las causas y las consecuencias de su posible obsolescencia. El caso es si el pensamiento de este autor ayuda a comprender el presente e inspira formas de remar en ese mar de dudas al que me he referido, que creo que sí.

El primer elemento de la educación moral en el que concentra su atención el pensador francés viene enunciado como “el espíritu de disciplina”. En su deseo de proceder científicamente, Durkheim considera la moral como las normas observables que a través del derecho y las costumbres regulan nuestra conducta como seres sociales, es decir, que someten el arbitro individual a un orden social. Para él esto supone regularidades que se mantienen en periodos de tiempo largos (hay que tener en cuenta que escribe un siglo atrás) fijados en normas (exteriores) y hábitos (interiores) que se aceptan en razón de alguna autoridad reconocida ante la que deponemos nuestra voluntad particular. Para la moral religiosa esa autoridad es de origen divino, pero para una moral laica, dice Durkheim que no proviene sino de la propia norma, o sea que si se procede por un cálculo estratégico de las consecuencias ya no sería una obediencia moral, y ese cálculo traería consigo la incertidumbre, puesto que siempre quedaría la puerta abierta a lo imprevisible. La verdadera obediencia moral no se basa en el cálculo sino en el deber, por lo que no ha de haber dudas. La suma del gusto por la regularidad, sentida como deberes, y de la autoridad moral reconocida, daría lugar a un estado de ánimo llamado “espíritu de disciplina”. Durkheim es muy claro al admitir que la moral constituye un sistema de prohibiciones que limitan la actividad individual, pero lejos de entenderlo como un instrumento de represión lo defiende como el “dominio de sí” que es condición para la libertad, y que figura entre lo más importante que ha de ser educado.

Mi pequeña pedagogía toma esta capacidad de dominarse a sí mismo para someterse a unas normas a las que se les reconoce autoridad y son sentidas como auténticos deberes, no enseñadas como una inculcación que promueva la obediencia ciega, sino procurando la reflexión crítica sobre las mismas, como una finalidad educativa altamente orientadora de una enseñanza transversal. Claro que en las circunstancias actuales, esto no puede decirse sin abrir al mismo tiempo la puerta a la profundización teórica y el ensayo en la acción práctica acerca de cómo llevar esto a cabo en un contexto social, en una escuela y con unos alumnos bajo los efectos ya señalados del neoliberalismo, el pensamiento “post” y la aceleración del ritmo de cambio social, además de con las limitaciones de su todavía dominante heteronomía moral en el periodo de la escuela primaria. En eso andamos, peleando por ver hasta dónde se puede llegar en este empeño.

El segundo de los elementos de la moralidad que destaca Durkheim es “la adhesión a grupos sociales”. Considera el pensador galo que los actos que tienen finalidades personales no son propiamente morales sino que sólo pueden considerarse como tales aquellos que persiguen fines impersonales, es decir, no referidos a individuos particulares, sean éstos uno solo o muchos, sino que han de remitir a algo que esté por encima de ellos. Así que, descartada la referencia a divinidad alguna, puesto que Durkheim persigue una moral laica, por encima del individuo no hay más que el grupo. Un grupo que no es la mera suma de individuos, o sea que estamos hablando de la sociedad. No le parece difícil de asumir esto si tenemos en cuenta que somos seres constitutivamente sociales, verdaderamente imposibles fuera de la sociedad. Señala Durkheim que el hombre vive hoy en el seno de numerosos grupos, siendo la familia, la patria (o el grupo político) y la humanidad los que cita como más importantes. Destaca entre ellos al segundo, la patria, pero “bien entendida”, es decir, como sociedad política a través de la cual se pretenden bienes para la humanidad, no egoístas o expansionistas.

También esta dimensión de la moral señalada por Durkheim inspira en mi pedagogía transversal todo un intento de educar en el reconocimiento de la necesidad de superar la individualidad vinculándose a grupos sociales; el primero de ellos, y teniendo en cuenta que estamos en la escuela primaria, será la familia, luego el propio grupo que constituye la clase, estos dos, como aquellos de los que tiene experiencia directa el alumno, y con respecto a los cuales puede poner en práctica comportamientos concretos, pero también otros, crecientemente más impersonales, en los que un niño no participa todavía como ciudadano pero sí puede hacerlo su familia (el partido, el sindicato, la ONG, la asociación de padres, de vecinos, la contribución al estado, etc.), el caso es ir generando la mayor conciencia posible de que el ser humano solo es inviable, y de que los otros y la organización conjunta con ellos nos son imprescindibles, constituyendo, por tanto, una fuente de deberes. Y todo esto, de nuevo, como práctica pedagógica y como motivo de reflexión acerca de sus posibilidades y sus límites en un contexto actual como el que hemos visto.

El tercero de los tres elementos de la moralidad que Durkheim propone es el que denomina “la autonomía de la voluntad”. Una autonomía que según él no puede proceder de ninguna otra instancia más que de la ciencia. Sólo si conocemos bien las causas que motivan la norma que obedecemos, podemos decir que somos libres mientras nos sometemos a ella, de modo que nuestra autonomía moral tiene que ser una autonomía ilustrada. Esto es muy importante para la enseñanza de la moral en la escuela, puesto que viene a decirnos que no se trata de que las normas morales deban ser inculcadas de manera inconsciente para quien ha de cumplirlas, ni de predicarlas, sino de que sean explicadas. Hasta donde puedan entenderlo, a los niños hay que explicarles argumentativamente el porqué de las normas que han de obedecer, lo que no debe confundirse con esa constante negociación de las mismas que los niños actuales tienden a imponer situándose en un plano de pretendida igualdad con los adultos..

Ciertamente, los tiempos han cambiado mucho, y de ahí la imposibilidad de tomar en la actualidad estos elementos tal y como fueron planteados en su momento, pero creo que son de gran interés como puntos fuertes de referencia para pensar sobre la realidad actual, buscando derivar criterios de actuación en el aula que supongan tentativas de reconocer con realismo las nuevas circunstancias, pero sin someterse a ellas renunciando definitivamente a la escuela que nos legó la modernidad.

En mi pequeña pedagogía transversal se defienden las normas, el respeto a las mismas, las posibilidades y las vías para criticarlas, la mayor conciencia de las ellas, la disciplina mental y la del cuerpo, el “dominio del sí”, la conciencia de lo público, de la sociedad, los deberes con respecto a ella, también con respecto al grupo familiar y a la escuela, la importancia del adherirse a grupos para intervenir socialmente en defensa del bien de todos, la importancia de argumentar acerca de lo que se hace o deja de hacer, la diferencia entre lo que apetece y lo que se ha de hacer, y todo esto, como incipientes pasos dados en la dirección de una educación en valores planteada con criterios pedagógicos que no sean tecnicistas, sino que provengan del pensamiento de un profesor que trata de cultivarse al respecto, y, sin esconder las incertidumbres, nadar transversalmente en el aula, educando en valores mientras instruye en contenidos disciplinarmente dispuestos.

Consultar con interés a la psicología, pero sin esperarlo todo de ella.

Sobrepasada con mucho la extensión que el coordinador del libro me impuso para este artículo, me referiré a esta importante fuente en la que todo maestro debe beber, aunque sin esperar nunca que le alimente lo suficiente. A mi modo de ver, dos son los aspectos estudiados por la psicología que más interés tienen para la educación en valores. Uno es la cuestión de los estadios, que, en síntesis, nos enseña cómo es más o menos ese camino que todos tenemos que recorrer entre un máximo de heteronomía y otro de autonomía moral, entre los cuales puede haber una vida entera, destacando que en primaria domina la proximidad a la primera y las dificultades para dar los primeros pasos hacia la segunda. Pero habiendo aprendido de Vigotski que más que esperar por el desarrollo lo que debe hacer el educador es adelantarse al mismo y tirar de él, la cuestión de los estadios, estudiada sobre todo por Kohlberg, se convierte en una ayuda para entender muchas de las dificultades que para el razonamiento moral se presentan en la escuela primaria, pero sin obligarnos a renunciar a prestarles ayuda a los alumnos para que puedan ir un poco más allá de donde, en ese campo, se encuentren en cada momento.

El segundo aspecto en el que me parece recomendable adentrase, es el de las muy complejas causas que provocan el que entre el conocimiento y el comportamiento moral no esté garantizada la coherencia, aunque el primero influya en el segundo, bien que, al parecer, de manera distinta según qué dominio. Pero también hay que decir que los propios psicólogos señalan que sus aportaciones en este campo son todavía muy vagas. Lo que sí parece es que si no todas las relaciones entre el juicio y la acción moral van por la vía de la argumentación racional, sino que el componente afectivo-emocional tiene su importancia, el buen educador no debe dejar de lado el cuidado de este tipo de educación que, por cierto, ahora está tan de moda. Por si acaso, y consciente de las limitaciones que se tienen en el aula para arreglar algún desajuste de éste o aquél alumno en el delicado mundo afectivo-emocional, en mi pequeña pedagogía transversal procuro incorporar aspectos de dicha educación, sin grandes expectativas, la verdad, pero atendiendo a la responsabilidad de, por lo menos, procurar que la escuela no empeore los males que recibe.

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[1] Raimundo Cuesta entiende por tales aquellas tradiciones sociales configuradas históricamente y compuestas de un conjunto de ideas, valores, suposiciones y rutinas, que legitiman la función social atribuida a una asignatura (él desarrolló esta idea magistralmente para el caso de la Historia) y que regulan el orden de la práctica de su enseñanza.
[2] Con la modestia debida debo aclarar que esta metáfora no es deudora, ni conceptualmente ni como expresión, de la que, por su parte, ha puesto en circulación con gran éxito Zygmunt Bauman.
[3] Debo advertir que el carácter autobiográfico de este trabajo ampara el que mis reflexiones, en este punto, estén influidas por el hecho de llevar dos años a cargo del grupo más difícil de mi centro, según opinión unánime de cuantos maestros pasan por él; y, según la mía, el peor de mi larga vida profesional, lo cual, dicho sea para hacerme perdonar este “peor” (tan pedagógicamente incorrecto), no me ha llevado a huir de él sino a tomarlo como un reto, habiendo pedido pasar del segundo al tercer ciclo de primaria como tutor del mismo, lo cual ha sido inmediatamente aceptado. Tres de mis alumnas de pedagogía más brillantes, María Louzao, Carmen Álvarez y Ana Belén Rodríguez, han trabajado sucesivamente conmigo en esta clase, las dos primeras realizando excelentes trabajos de observación participante, y la tercera de ellas, ya profesionalmente, llevando a cabo apoyos como profesora de pedagogía terapéutica. Ellas saben bien de qué hablo, y esa es razón suficiente para dedicarles este trabajo.
[4] Con la “evaluación diagnóstico” que a partir de la LOE se llevará a cabo en el cuarto curso de primaria y en el segundo de secundaria, se pretende averiguar el “valor añadido” (son sus palabras) que se consigue en cada aula y en cada centro, midiendo la diferencia existente entre lo que se puede esperar del grupo evaluado y los resultados conseguidos en el mismo. Es esta acepción mercantil y no ética del sustantivo “valor”, traída precisamente de la mano de quienes se dicen defensores de una educación para la ciudadanía de inspiración laica, la que finalmente regulará lo que de hecho se va a hacer en las aulas.

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