viernes, 9 de mayo de 2008

En qué valores educar

Cuando se habla de valores y de educación en valores, siempre acaba surgiendo un interrogante: ¿qué valores? Y es que determinar qué valores hay que priorizar es un tema difícil y complejo, entre otras cuestiones porque hay que tener en cuenta que la sociedad siempre será múltiple y cambiante.
Cortina (2001) afirma que los valores necesarios son “los que reclamaríamos para llevar adelante una existencia verdaderamente humana. Son valores que ayudan a acondicionar la vida de todos los seres humanos y además están al alcance de todas las fortunas personales, porque todos tienen la posibilidad de ser justos, la posibilidad de ser honestos. ¿Cuáles serían los valores morales de los que no se puede retroceder y en los que importa educar en la escuela, en la familia y en una sociedad que se denomine pluralista y que los comparte porque sin ellos no puede serlo? (...). Son cinco valores muy sencillos: los tres famosos de la Revolución Francesa y dos más. El valor de la libertad, el valor de la igualdad, el valor de la solidaridad, el valor del respeto y el valor del diálogo. Lo interesante no es nombrarlos, porque los nombres los sabemos todos. La importancia de este siglo y de este milenio es ir comprendiendo qué entendemos por esos valores, qué significados tienen y cómo se realizan en la vida cotidiana”.
Las primeras ideas que nos aporta Adela Cortina en este fragmento son, a mi modo de ver, mucho más reveladoras que los valores que luego propone, pues si consultamos a otros autores, cada uno tiene su propia clasificación y su correspondiente argumentación acerca de la selección que realiza. Ortega, Mínguez y Gil (2003) plantean siete valores: diálogo, tolerancia, libertad, solidaridad, justicia, ecología y paz. Carreras, Eijo, Estany y otros (1996) plantean doce: responsabilidad, sinceridad, diálogo, confianza, autoestima, creatividad, paz, amistad, respeto, justicia, cooperación y compartir. El MEC (1993) en su esfuerzo por definir los “temas transversales” llegó a identificar seis u ocho (dependiendo de cómo se agrupen y se cuenten): la educación moral y cívica, la educación para la paz, la educación para la igualdad de oportunidades de ambos sexos, la educación ambiental, la educación para la salud, la educación sexual, la educación vial y la educación del consumidor.
¿Qué trato de plantear? Pues que lo importante en la educación en valores no es la determinación de los valores que se van a trabajar, porque la educación en valores no consiste en hacer apología de un conjunto de valores más o menos denso, sino en favorecer en el aula un proceso de discusión y discernimiento sobre aquellas problemáticas que exijan pararse a pensar y obliguen al alumnado a reflexionar sobre sus posturas y las razones en las que se apoyan éstas. Acotar unos determinados valores podría dar cierta consistencia formal al estudio, pero posiblemente redujese el sentido del mismo.
Pero para no caer tampoco en una situación en la que parezca que no es posible priorizar algunos valores sobre otros, haré mención de la particular visión que sobre el asunto mostró Durkheim en sus libros Educación como socialización y La educación moral, pues no apelaba a la formación moral a partir de unos valores determinados, sino que planteó la importancia de “fortalecer las bases del comportamiento moral”. Al respecto, ha escrito: “Plantearse cuáles son los elementos de la moral no significa redactar una lista completa de todas las virtudes o solamente de las más importantes, significa buscar las disposiciones fundamentales, los estados mentales que constituyen la raíz de la vida moral, ya que formar moralmente al niño no quiere decir despertar en él una virtud particular, luego otra, y otra, sino desarrollar y hasta crear del todo con los medios apropiados aquellas disposiciones generales que una vez constituidas se autodiversifican fácilmente al compás de las diversas relaciones humanas” (Durkheim, 1976: 186).
Estas “disposiciones generales” él las sintetiza en tres, “los elementos del comportamiento moral”: (1) el espíritu de disciplina, (2) la adhesión a grupos sociales y (3) la autonomía de la voluntad. Podemos estar de acuerdo o no con ellas, pues es evidente que se han gestado en unas condiciones socio-históricas muy distintas a las nuestras, pero su interés reside en el esfuerzo que el autor realiza por delimitar los pilares que hay que fortalecer para favorecer la “educación moral laica”.

El espíritu de disciplina
El primer elemento de la moralidad es “el espíritu de disciplina”. Durkheim considera la moral como las normas observables que a través del derecho y las costumbres regulan nuestra conducta como seres sociales. Para la moral religiosa esa autoridad es de origen divino, pero para una moral laica esa autoridad procede del deber, pero no de cualquier deber, sino de un deber que el individuo adquiere en sus relaciones sociales, a partir de la profunda reflexión personal sobre las consecuencias de las acciones humanas, un deber que le limita, que le prohíbe actuar de determinadas maneras.
Para Durkheim, la moral constituye un sistema de prohibiciones que limitan la actividad individual, pero lejos de entenderlo como un instrumento de represión lo defiende como el “dominio de sí” que es una condición básica para la libertad. “En contra de las apariencias, podemos decir que las palabras libertad y no-reglamentación chocan entre sí cuando las juntamos, ya que la libertad es fruto de la reglamentación y está bajo su acción. Con el uso de las normas morales es como se adquiere el poder de dominarse y de regularse o, lo que es lo mismo, la única y verdadera realidad de la libertad. (…) además, son esas mismas normas las que en virtud de la autoridad y de la fuerza que están contenidas en ellas nos protegen contra las fuerzas inmorales o amorales que nos asaltan por todas partes. Lejos de excluirse entre sí como términos antitéticos, la libertad no es posible sin la norma” (Durkheim, 1976: 214-215).
Pero estas reglas, señala Durkheim, son flexibles, no están libres de discusión y evolucionan con el paso del tiempo.

La adhesión a grupos sociales
El segundo de los elementos que destaca Durkheim es “la adhesión a grupos sociales”. El autor considera que los actos que tienen finalidades personales exclusivamente no son propiamente morales. “Los actos de cualquier clase que persiguen fines exclusivamente personales del agente están privados del valor moral” (Durkheim, 1976: 217).
Sólo pueden considerarse como tales aquellos que persigan fines impersonales, es decir, no referidos a individuos particulares, sino al conjunto de los miembros de una sociedad. “Son fines morales aquellos que tienen por objeto a una sociedad (…) el hombre actúa moralmente sólo cuando busca fines superiores a los individuos, cuando se pone al servicio de un ser superior a él y a todos los demás individuos (Durkheim, 1976: 219-220).
Señala Durkheim tres de estos grupos sociales a los que los seres humanos tenemos que adherirnos: la familia, la patria (entendida como un grupo social que comparte una política) y la humanidad.

La autonomía de la voluntad
El tercer elemento de la moralidad es la “autonomía de la voluntad”. Para Durkheim, la autonomía no puede proceder de ninguna otra instancia más que de la ciencia.
Sólo si conocemos las causas que motivan la norma que obedecemos, podemos decir que somos libres mientras nos sometemos a ella, de modo que nuestra autonomía moral tiene que ser una autonomía ilustrada. “No se trata de una autonomía que recibamos ya hecha y completa de la naturaleza o con la que nos encontremos en el momento de nacer entre el número de nuestros atributos constitutivos. Sino que nos la vamos haciendo nosotros cuando conquistamos una inteligencia más plena de las cosas. (…) El pensamiento se convierte en liberador de la voluntad” (Durkheim, 1976: 268-269).

Carmen Álvarez Álvarez

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